HOME SWEET HOME

by Carlota Washington

Desde esta no-casa, mi cuarta casa de acogida, ahora, en este mismo momento, sola, aprovecho para calmarme, dejarme llevar por el silencio, la paz de un hogar en calma, la quietud de la tarde que acaba. En soledad el tiempo entra en una gravedad distinta, en un tempo diferente, más lento, más sereno, más profundo. El interior de esta casa ajena me recoge, calla para que pueda descansar, encontrarme conmigo misma, arroparme en la quietud que hace meses que no tengo. Me ensimismo en ese espacio íntimo donde poder habitar, soñar y degustar la soledad con barra libre.

Ya no recuerdo cómo es estar en casa, tener una casa, un lugar propio, cerrado a lo demás y a los demás cuando el cuerpo te lo pide. Sola en casa, en esta no-casa, en la cuarta casa en la que me alojo desde que me echaron de la mía hace por lo menos ya seis meses, caigo en la cuenta de que no sé cuánto tiempo hacía que no estaba sola; perdí la cuenta, pero no las ganas.

Hace meses que vago de casa en casa, que erro de préstamo habitacional a hogar de acogida y aunque la experiencia está siendo maravillosa y muy enriquecedora, hay algo que un hogar propio no podrá nunca reemplazar. Sin hogar, una se siente constantemente de camino a alguna parte, extraviada, apartada de un espacio intrínseco, personal, de un lugar con sofá cochambroso donde sentarse a leer los domingos por la tarde, de un receptáculo propio que le proteja del exterior, de la calle, del bullicio, de la actividad incesante, cargante, acelerada, exagerada e inagotable del mundo.

Mis casas de acogida son, aun siendo hogares que cobijan, parte de ese espacio exterior de la calle, ese afuera salvaje y anónimo, de límites desconocidos. Allí, afuera, todavía hay ruidos, movimientos insistentes, escenas y acontecimientos incontrolados que, además de serte ajenos, se imponen ante ti y te constriñen. Te exigen sin haberlo pedido seguir lidiando, hacer el esfuerzo de entrar en sus olas, en sus respiraciones, en sus palabras, en sus elucubraciones.

La sensación de abandono, de rechazo, de desprotección, de pérdida de rumbo, pero también de pérdida de una parte importante de ti misma, se te impone como cartel luminoso en el centro de tu estómago en cuanto te quedas y te sientes sin hogar. Necesitamos una localización estable, permanente, nuestra, un lugar al que poder llegar y descansar. Un espacio en el que sentarse en el suelo, en un rincón, poner la radio o la música a todo volumen o hacer más hondo el hueco de ese famoso sofá cochambroso que tantas horas de té y lecturas ha compartido contigo.

Llevo demasiado tiempo sin un hogar estable, permanente, mío; un lugar, un espacio que poder apropiarme, un rincón al que echarme de bruces cuando ya no puedo más, un hogar que acoja mis cacerolas, mis ruidos y mis duchas mañaneras con alegría sin prejuicios. Necesito hacer coincidir esa localización, ese espacio, con el centro de mi espacio existencial para que mi brújula interna, a la que llevo loca desde hace no sé exactamente cuánto tiempo, se calme y recobre las pulsaciones de antaño. Sin punto fijo me pesa no experimentar la sensación de estar verdaderamente en casa.

La luz del ocaso exagera las sombras de la casa del vecino.  Una de las fachadas queda en sombra, mientras que la otra desprende una luz dorada y brillante en las piedras de la fachada oeste. El día contra la noche, la luz contra la oscuridad, el afuera frente al adentro, refugio versus intemperie. La casa como protección frente al exterior sin cobijo, sin abrigo, abierto al mundo, salvaje, crudo. El hogar como lugar central de la existencia humana, el sitio donde uno mismo se construye, crece, el lugar desde el que la persona parte y al que regresa incesantemente durante toda su vida.

Cuando me vi en la calle, cuando sentí que realmente estaba ahí fuera, sola, lo único que pensaba era en morir. Quería encerrarme en algún lugar, escapar del ruido, de la gente, del mundo, protegerme de todo aquello que me molestaba, de todo lo que no soportaba. Quería estar en casa, en mi casa, encerrarme en ella para siempre, recluirme y no hacer nada, dejarme allí dentro, sola, desconectada de todo y de todos, encontrar el vacío más absoluto y conectar con lo más profundo de mí misma. Quería escapar de la superficie, de la vista de los demás, del campo visual del mundo, de cualquier horizonte posible. Necesitaba un interior, una evasión, un escape. Me hacía falta ese vacío que se excava en la corteza terrestre y al que volvemos tras la muerte. Allí, sin ruido, sin que nadie ni nada se moviese, sin que nadie viniese a buscarte, sin que las preguntas brotasen de todas partes y quedasen suspendidas y agolpadas en el aire, indelebles y al mismo tiempo ligeras, transparentes, mudas, pero en constante reverberación, quería esconderme, quedarme, desparecer. Paradójicamente, ese lugar me faltaba. Quería estar en un sitio que no tenía, del que me acababan de echar, un espacio que me habían obligado a abandonar.

En ese estado de necesidad, de pérdida y agotamiento absoluto llegué a casa de Concha.