by Carlota Washington
Me quedé afuera, en la calle, como suspendida en un vacío que me rodeaba por completo, en un tiempo cero, en un segundo infinito, en un espacio ninguno. La puerta detrás de mí. Todo y nada al mismo tiempo, como si un gran bloque de acero hubiese caído del cielo en el mismo momento en que la puerta se cerró tras de mí. ¿Qué había pasado? Me sentía como si acabase de llegar a mi vida, como si hubiese aterrizado en un segundo supercósmico del más allá, como si hubiese estado ausente durante un largo periodo de tiempo y todo lo que acababa de suceder me llegase por sorpresa. ¿Cómo había llegado hasta allí?, qué había pasado realmente?, ¿qué capítulo de mi vida me había perdido?
No sé cuánto tiempo tardé en reaccionar. ¿Qué era lo que estaba pasando realmente?, ¿era yo, realmente yo?
¡Joder con la primavera! Creo que fue lo primero que me vino a la cabeza cuando me repuse del susto, de la situación, de lo que me acababan de decir. Ni polen, ni alergias, ni florecillas, ni brotes verdes, ni mariconadas por el estilo. La primavera había llegado y no era precisamente al Corte Inglés. Me había estallado entera y bien entera en toda mi cara bonita.
Cuando me repuse un poco y sentí que mis pies estaban tocando el suelo me puse a andar. “Pies para qué os quiero; ¡andemos! No sé muy bien a dónde, pero andemos”. La vuelta a la consciencia me hizo sentir toda la ebullición de la primavera en mi cuerpo, pero al revés. Todo estaba allí, la ebullición, la aceleración, ruidos lejanos, movimiento incontrolado y mucha palpitación, mucha. Sin embargo, nada parecía encajar y yo me sentía totalmente fuera de lugar en ese caos de vida que alguien había desorganizado por mí, para mí. Esa sensación de libertad que debería de haberme llegado al sentirme sola, rechazada, abandonada, libre de todo peso del otro, emancipada a la fuerza del tándem en el que pedaleábamos desde hacía algunos años me hacía sentirme invertida.
Yo no quería esa libertad, no la había buscado, no me sentía preparada para ella. Me venía como ancha, grande. Me perdía en ella en una especie de laberinto imposible, en una especie de espiral descendente al abismo que me atrapaba cada vez más, como si la gravedad ascendiese a medida que me adentraba más en ella. Yo no había buscado todo aquello, ni siquiera podía creerme deudora, parte responsable, de haber llevado una relación de siete años a tal punto. Y sin embargo allí estaba, delante de una situación extraña, ajena a mí pero que se me había pegado a todo el cuerpo como una lapa; entera para mí, toda para estrenar, como la primavera que acababa de llegar.
Me alojé por algunas semanas en casa de Concha. Allí llegué en algún momento de mi peregrinaje sin rumbo a través de esa espiral imantada que me acunaba y me maltrataba al mismo tiempo y que parecía no tener respuesta a las mil preguntas que me invadían la cabeza sin descanso, sin abandono. Buscar esas respuestas era peor que buscar una aguja en un pajar. Era como cazar mariposas supervoladoras que además de tener la habilidad de escapar justo cuando creías que las tenías presas, te sacaban la lengua en plan “nunca podrás con nosotras”. ¡¡Eran agotadoras, las cabronas!! Así llegué a casa de Concha, con mis mil preguntas sin respuesta, mi turbación, mi cara de gilipollas redomada, el cuerpo desecho y tres kilos de millones de lágrimas que todavía no sabía que mi cuerpo almacenaba a la espera de mi primer desfallecimiento en vida. Ni los sevillanos todos juntos han llorado tanto por la Macarena como yo lloré durante semanas. ¡Qué desasosiego, por Dios!
Concha me acogió en su casa con vistas al río y al verde de árboles, flores y hierba baja que lo acompaña a lo largo de prácticamente todo su recorrido. Allí, desde la habitación donde caí por primera vez tras no sé cuántas horas de andaduras por calles y caminos sin rumbo fijo, lloré como una Magdalena mientras disfrutaba de las vistas, que para Concha debían de ser el río y lo bonito que estaba todo en primavera, y para mí eran el vecino cortando el césped sin camiseta. En ese momento no sé muy bien si lloraba por todo lo que me había pasado o por lo mal aprovechado y mal repartido que estaba el mundo. Qué lástima, yo llorando y aquel pedazo de cuerpo allí, a pocos metros, solo y cortando el césped. Qué cantidad de imágenes te pueden venir a la cabeza en una situación como aquella y con unas vistas como esas. Qué de favores deshonestos le hubiese podido hacer al cuerpo serrano que no paraba de ir de un lado a otro del jardín con su cortacésped, como encerrado en una rutina absurda y algo kafkiana que no va a ninguna parte.
El bla bla bla de Concha me taladró la cabeza durante el tiempo que me quedé en su casa. Me aturdía tanta palabra sin sentido, todos los consejos que me daba y que yo detestaba oír, tanta queja al mundo, a los hombres, al sinsentido de la vida en pareja y a la cólera que ella sentía de algún modo por el mundo entero, incluidos los insectos. Me quejo un poco, sí, aunque sé que en el fondo no podré pagarle nunca toda la ayuda que me brindó en aquel momento. Su diarrea verbal, de hecho, me ayudó a no pensar en las mil preguntas que me venían como ráfagas de metralla a la cabeza.
Cabrón, hijo de puta. Eso era todo lo que llegaba a articular en respuesta a la metralla. Sí, es cierto, mucho vocabulario no tenía en aquel momento, pero es que creo que mis neuronas no estaban para tesis ni ensayos filosóficos en aquel momento. Pedazo cabrón. Él sólo había tomado la decisión, irrevocable, inapelable; nada más era posible, no había alternativa. A la puta calle, my Darling, the game’s over. Aunque, a decir verdad, me hizo un favor. Ahora, con la distancia que otorga el tiempo, visto en frío y con algo de perspectiva, la historia había empezado antes, mucho, mucho antes y sí, el final de partida cuesta de digerir, pero ¡qué bien sienta cuando termina el proceso intestinal!
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