by Carlota Washington
El año no estaba siendo nada bueno. Los capítulos hostiles se encadenaban en una especie de maldición que parecía no tener fin y de la que mi estado de ánimo parecía amoldarse con una comodidad que me inquietaba, me alarmaba, pero que por alguna razón no conseguía perturbarme lo suficiente como para despertar en mí la necesidad de combatirla. Acababa de llegar a los 40 y en ningún momento se me ocurrió pensar que estrenar década pudiese producir tanta ansiedad, tanta pesadez, tanta sensación de pérdida, por no hablar de una inquebrantable incertidumbre que me perseguía sin descanso desde hacía ya algunos meses. A la pereza con la que me despertaba cada mañana se sumó un sueño pesado y pegajoso que acabó por retenerme en la cama hasta más tarde de lo habitual. A ello se agregó luego un cansancio infernal que llegó incluso a cuestionarme el mover el esqueleto y que finalmente consiguió apartarme por algún tiempo de la piscina y los largos paseos por las montañas, por no decir que casi me deja encerrada sin salir durante no sé cuánto tiempo de casa.
En el trabajo las horas empezaban a entrar en zona estática con demasiada frecuencia. Todo me costaba un esfuerzo kilométrico y las horas empleadas en rellenar formularios, gráficos, memorias y planos, no dieron los resultados esperados. Los proyectos parecían no prosperar, no terminarse nunca, como si un túnel negro, oscuro, se perpetuase en el tiempo, a través del papel, en el interior más profundo de la pantalla del ordenador. Del cansancio pasé a la desesperación en poco tiempo y Paul lo vio rápidamente. El resto de compañeros no, o quizás sí, no sé, pero cada uno tiene ya suficiente con lo suyo como para cargar con los problemas de los demás. Mañana te llevo a comer a un pequeño restaurante de montaña. Seguro que te hace bien, me dijo. Ya verás, te va a encantar. Hay una sopa de cebolla deliciosa y unas vistas magníficas. Te va a venir bien un poco de aire fresco. Evidentemente, no pude decirle que no; no es que hubiese querido decirle que no, es que hubiese sido gilipollas perdida al desaprovechar una propuesta como aquélla en el estado en el que me encontraba. Me sorprendí a mí misma aceptando la invitación sin ningún remordimiento. No sabía cómo iba a arreglármelas para organizar esa salida de manera desapercibida, pero lo necesitaba. Hacía tiempo que quería que alguien me sacase del tsunami en el que estaba inmersa, perdida y hasta ese momento no me había dado cuenta de que quería que fuese él, Paul, quien me propusiese parar por algún momento el centrifugado en el que me encontraba.
A la mañana siguiente capeé el temporal perpetuo de aquello que me costaba entender y asimilar como mi casa, mi hogar, y salí con un montón de minutos en los bolsillos con la absurda esperanza de encontrar a Paul en la calle antes de llegar al estudio. Evidentemente, no ocurrió y llegué al trabajo con todos esos minutos de más. Me metí en el despacho y me puse a trabajar tan obcecadamente como pude, que no fue mucho, hasta que, a las once, con esa sonrisa imposible que a mí me parecía que no desaparecía nunca de su cara, me pidió que apagase el ordenador, que nos íbamos ya. No era ni mediodía y ya estábamos rumbo a un punto perdido, insignificante e irrisible de la geografía francesa, un lugar remoto al que solo saben llegar los pacientes y despreocupados buscadores de tesoros recónditos e improbables como Paul.
Paul Bonnard, escenógrafo y habitante solitario del planeta, un planeta en el que más allá de su casa, sus árboles y sus perros, el resto es una continua extensión de montañas, valles, ciudades, luz, olores, ríos, calles, bosques y ruidos que existen cual atmósfera remota pero necesaria para el buen funcionamiento de las cosas. De todas las cosas, incluso las que él sabía que existían pero que conscientemente desconocía o no quería recordar. El caso es que allí estábamos, en su dos caballos rojo, sin calefacción y en pleno mes de enero, subiendo montañas y bajando por carreteras que parecían haber sido inventadas y construidas únicamente para que esa mañana pasásemos nosotros, para luego desaparecer. Nos perdimos. Bueno, al menos eso es lo que dijo él, ¡vaya!, me he equivocado. Hemos llegado al pueblo de al lado. ¿Al pueblo de al lado?? ¿al pueblo de qué???, ¿al lado?, ¿al lado de qué? Si todo está al lado, si todo es igual, me dije yo. Aquí no hay más que árboles y alguna casa de vez en cuando. Hablando, hablando me he pasado el cruce y hemos hecho algunos kilómetros de más. Sí, claro, podría decir yo ahora, desde la distancia; en aquel momento me lo creí, no le di importancia. Bueno sí, lo admito, quise que fuese realmente verdad.
Hacía solo cinco meses, desde mi llegada al despacho, que habíamos empezado a hablarnos, vernos, tomar un café de tanto en tanto, sonreírnos, mirarnos, escudriñarnos, otearnos… Sin embargo, parecía que nos conocíamos desde hacía una eternidad. En aquel momento creí realmente que nos habíamos perdido; bueno, en realidad lo deseé. Deseé quedarme allí con él, en aquel rincón ignoto, remoto y desconocido. Deseé que las carreteras que llegaban hasta ese lugar fuesen mentira, desapareciesen, que nadie las llegase a encontrar jamás. Deseé quedarme allí, incluso sin él, para no tener que volver a mi casa y afrontar de nuevo aquella situación que me pesaba, me vencía y sobrepasaba todo mi entendimiento.
Hoy, que conozco a Paul un poco mejor, todavía no sabría decir si realmente aquel día se perdió o si lo tenía todo organizado. Él que es tan cauto, tan meticuloso con las cosas, tan minucioso con los detalles, tan atento con aquello que aprecia, puede que hiciese adrede el hecho de llegar pronto al despacho con la excusa de que el restaurante estaba lejos, en lo más arriba de todas aquellas montañas que nos rodeaban, para perderse y sacarme por más tiempo de aquellas cuatro paredes que se habían convertido en algo demasiado constante, en un refugio peligroso, en un lugar que nunca podría ser el que realmente me faltaba.
El caso es que dimos media vuelta y volvimos a enfilar el dos caballos en la dirección que tocaba, por caminos más recónditos todavía si cabe. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos en el coche, pero me hubiese quedado allí hasta el día del juicio final, como me sigue pasando todavía hoy cada vez que subo con él al coche. Aquélla primera salida con Paul la recordaré siempre, no sólo por lo bien que me sentó salir y evadirme de todo lo que me pesaba en la cabeza, en la espalda, sino también porque la sopa de cebolla estaba realmente deliciosa, el restaurante era una joya y las vistas una bocanada de paz. Lo más importante, sin embargo, fue que esa pequeña excursión me hizo descubrir algo más en Paul que hasta entonces desconocía -o no había descubierto todavía- Su capacidad para hacerme sentir bien, de sacarme la más tímida de las sonrisas estuviese en la situación que estuviese. Su paz, su serenidad, su capacidad de, con dos palabras, distender cada célula de mi cuerpo. Eso que tanto tiempo llevaba faltándome y que no conseguía encontrar en ningún otro sitio, en ninguna otra persona, en nadie más que en él.
Carta a Paul
Septiembre 2021
Cada vez que subo contigo al coche me viene la misma imagen, la misma sensación de que podría quedarme ahí, a tu lado, hasta que las flores se acaben. Vamos en un descapotable y avanzamos tranquilos, entre otras cosas porque no tenemos prisa, pero también porque la velocidad no es buena compañera de los coches sin capota. Demasiado viento y excesivo ruido para poder hablar y disfrutar del momento.
La carretera es larga, infinita, recta y parece flotar elevada unos 50 cm del suelo. Su horizonte es un punto lejano, un lugar incierto, un destino que a ninguno de los dos ni nos preocupa, ni nos interesa. A ambos lados de la carretera un paisaje de campos verdes con árboles que crecen aquí y allí y flores que se extienden como amplias sábanas de colores se despliega hasta donde la vista se encuentra con el horizonte.
Contigo los límites de las cosas se curvan y todo parece infinito.
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