ÉBOLI
by Carlota Washington
Creo que despertaba cuando se descubren las primeras sombras de la mañana, con un bostezo pausado y sin compromiso. Entonces el rojo, negro y blanco de su pelo amanecía con ella, desplegándose en un instante, para acompañarla después en ese desperezo desproporcionado que imitaba en su manierismo a las sombras de la mañana. Se estiraba en silencio, con la boca abierta y sus verdes ojos cerrados, intentando detener el tiempo en ese gesto, aún conociendo lo imposible de tal hazaña.
Seguía su rutina sin prisa, con la sabiduría de quien se sabe cierto, seguro de sí mismo y de su relación con el mundo. Andaba sin interés, despreocupadamente, como quien sale a dar un paseo por no tener que pensar en sus quehaceres, aunque ella conocía bien su itinerario y de a poco se acercaba, a la hora justa, al lugar exacto en el que, aquella que quiso quedarse con ella, abriría la puerta para darle los buenos días.
A veces, si en el calendario se colaba algún día legañoso, perezoso y aletargado, se abría para ella la posibilidad de cruzar el umbral de aquella puerta. Entonces, de un salto seguro y silencioso subía hasta la cama para buscar entre las sábanas los rizos de C, enredados, adormecidos pero atentos, pues cabía la posibilidad inmediata de quedar atrapados bajo una gata. Entonces buscaba entre ronroneos y pasos lentos su rincón entre la almohada, los sueños, los rizos y la quietud de aquellas horas para reanudar su descanso tras comprobar que el nuevo día prometía un tiempo más pausado.
Éboli no vino de Italia, pero C sí. Por el defecto en el ojo izquierdo que C poseía desde que naciera, la gata se llamó así, como aquella princesa tuerta relacionada con la corte de Felipe II, osada, intrépida y vigorosa.
Éboli era como la sombra doble de C. Enredada por entre sus piernas andaba siempre a su lado, con la cola alta y la cabeza erguida, con un paso rápido, seguro y retozón, con la fidelidad del mejor amigo pero con la independencia de un apátrida. Picoteaba su desayuno mirando de reojo los movimientos de la taza de café que C intermitentemente movía a la vez que ojeaba las noticias del periódico. Ansiaba esa hora del día en la que podía aprovechar el calor del sol que entraba por la ventana tumbada sobre la mesa, junto al montón de libros y hojas en las que trabajaba C todas las mañanas. Dormitaba y vigilaba a la vez arremolinada sobre sí misma. A intervalos indefinidos se despertaba; sobresaltada oteaba el horizonte con la mirada lejana, perdida, como meditando sobre un sueño reciente o quizás analizando el trabajo de C en aquella mañana. A ratos se desperezaba, se levantaba y estiraba, retrasando sus caderas a la vez que interrumpía su ronroneo. Entonces se sentaba, decidida y majestuosa, sobre sus patas traseras, escondiendo sus pezuñas bajo su cola y mirando atentamente, como examinando las palabras que surgían en el monitor, el texto que iba apareciendo redactado en la pantalla.
Era, indudablemente, la princesa de aquella casa. Sus proporciones, su elegancia y su carácter contradecían su raza de ‘gato común europeo’ y su pelo tricolor hacía gala de ser una especie en peligro de extinción.
Parecerá absurdo que le dedique estas líneas, pero yo la veía todos los días desde mi casa, desde el rincón donde me refugio a trabajar. Desde allí podía observar el orgullo que ella tenía de sí misma y era tan grande su protagonismo en aquella casa que ahora, después de su partida, pesa en el aire su ausencia. Era para mi un icono de compañía, un elemento imprescindible para sentir que el mundo seguía ahí fuera, que los minutos se sucedían cada sesenta segundos, que el orden se mantenía. Ahora que ella ya no está las mañanas se tambalean, dudan y me cuesta comprobar que las cosas siguen en su lugar. Sólo el tiempo dirá.