PESSOA
by Carlota Washington
La noche le sorprendió a la intemperie. No era habitual para Pessoa estar hasta esas horas todavía atareado pero últimamente andaba un poco despistado. Al notar que la luz del día ya escaseaba detuvo su tarea y levantó la vista hacia el horizonte. Las copas de los altos pinos escondían el final de la llanura y a lo lejos las crestas de la sierra parecían dominantes a contraluz. Entornó los ojos buscando el infinito y en un gesto cómplice entre él y la montaña se preguntó dónde habrían ido a parar todas las horas de ese día.
Recogió sus útiles y los apeó junto a la pared y cuando ya estaba a punto de cruzar el quicio de la puerta se dio cuenta de que afuera, sobre la mesa, había una botella de vino. No recordaba haber dejado nada en la mesa después de la comida del mediodía pero no le dio más importancia que la de ir perdiendo la memoria de a poco, sin remordimientos y sin nostalgia, resignándose sin saberlo a considerarlo un hecho inevitable.
Sacó de la cocina un vaso, se sentó y se sirvió un poco de vino. No notaba el cansancio ordinario de otros días y percibió, por el contrario, algo que nunca antes había considerado. El rocío de la noche era agradable y a lo lejos, como llegando desde lo más profundo de la montaña, un susurro le invitaba a retrasar el fin del día. Así es que decidió quedarse allí sentado bebiendo su vaso de vino. Apuró el vaso y volvió a preguntarse de dónde habría salido aquella botella. Era el mismo vino que él compraba cuando bajaba al pueblo, pero no recordaba haber sacado ninguna botella a mediodía, así es que cogió la botella y la examinó; la levantó y miró el poso. La olió. Es igual, se dijo como justificando así su ignorancia, y se sirvió otro vaso de vino.
Entonces recordó que hacía tiempo que no bajaba al pueblo, que en la alacena empezaban a faltarle legumbres, chorizos y arroz, que el aceite escaseaba, igual que el vino y el pan y que pronto no tendría mucho que comer. Consideró también que tendría que revisar la leña almacenada, pues el invierno no tardaría mucho en aparecer y en pocas semanas muchos caminos quedarían impracticables por la nieve. Aunque de momento no había prisa, uno de estos días iría. Y se sirvió otro vaso de vino apurando inocentemente la primera botella de la velada.
Como si todo lo que estaba ocurriendo aquella noche estuviese escrito de antemano, como incapaz de eludir las leyes que gobernaban sus movimientos que sin embargo no tenía la mínima intención de combatir, Pessoa se levantó de la silla y se dirigió con sosiego a por otra botella de vino. Descubrió no sin sorpresa que la alacena estaba bien provista de ese caldo y encontró con asombro la pipa que creía perdida ya hacía tiempo a un lado, sobre el estante. Descorchó la botella y buscó despistadamente, como en un gesto mecánico, adquirido e inconsciente, el tabaco entre los bolsillos del pantalón. Cogió las cerillas y el vino, se puso la pipa en la boca y salió.
Se sentó y se sirvió otro vaso de vino. Entre sorbo y sorbo iba llenando la pipa de tabaco, prendiendo fuego a la hierba y fumando. Mientras fumaba iba dejándose empapar de la ingravidez que se adquiere a la par que se expulsa el humo del tabaco, como si el propio acto de fumar fuese consumiendo la pesadez que parece asentarse en uno con el paso de las horas. Saboreó en aquel momento la posibilidad de sentirse libre, libre de cualquier tarea o responsabilidad pero a la vez incapaz de desprenderse de aquel sitio. De pronto empezó a sentir una extraña sensación en las plantas de los pies y notó como ésta trepaba hasta la rodilla. Era una humedad tibia, densa y a la vez suave, como un susurro de agua que ascendía pausadamente por sus piernas y las medio adormecía. Miró con los ojos entrecerrados el vaso ya vacío, intentando encontrar en él la respuesta a todo aquello. De reojo vio que la botella se había acabado. Se quedó un momento en la silla pensando, como pidiéndole permiso a la noche, buscando una justificación, una avenencia a su pensamiento y al minuto, con un movimiento brusco e incontrolado, fue a buscar definitivamente otra botella de vino a la cocina. La abrió y se sirvió otro vaso.
No debía de ser muy tarde, aunque no estaba muy seguro de poderlo confesar ya que las estrellas parecían haber cambiado caprichosamente su posición; sus dibujos ya no eran los mismos de siempre y su luz era cada vez más confusa y brumosa. Llenó de nuevo el vaso de vino y lo bebió.
No se le ocurrió pensar que aquel cambio de escenario pudiera deberse a que ya llevaba en el cuerpo algunos grados de alcohol de más y mientras seguía bebiendo, entre calada y calada a la pipa que sólo apartaba de su boca cuando acercaba el vaso, empezó a notar el calor tranquilo que trae el exceso de alcohol y en un gesto inconsciente se acomodó en la silla y se quitó los zapatos con la ayuda de sus pies. Vio entonces que su piel era más parda, oscura, como el color de la uva pisada. Se levantó el pantalón para ver hasta dónde alcanzaba aquel nuevo fenómeno que había descubierto en sus pies y aunque notó que al menos hasta sus rodillas su piel había adquirido aquel extraño color, por el contrario sus manos, sus brazos y su panza mantenían el tono al que le tenían acostumbrado. Achacó el fenómeno al laborioso trabajo diario, al ir y venir por aquellos montes, sortear piedras sueltas, pisar leños y madera seca y sin más dejó de darle mayor importancia al suceso. No podía preocuparse por nada más aquella noche. La tranquilidad y el sosiego que había conseguido con el vino y la levedad que el tabaco le daba eran suficiente excusa para no tener que verse obligado a pensar en nada más que en el buen paso de las horas. Fue entonces cuando, tras apurar la tercera botella de vino, entró en la cocina para buscar la siguiente y continuar así la noche.
Pessoa se bebió la cuarta botella de vino. Quizás también hubo una quinta, no sé. Aquella humedad tibia y suave había ya ascendido hasta su cabeza y ahora parecía que todo daba vueltas, que todo se transfiguraba. Su piel adquirió un tono burdeos sucio y espeso, como mezclado con alquitrán.
Era como si el reflejo exterior de aquella humedad que recorría su cuerpo humedeciese su piel y lo empapase, como si el vino hubiese llenado cada poro de su piel, cada célula de su organismo y el humo del tabaco hubiese recubierto su cuerpo. Miró hacia la mesa buscando aquellas botellas que le habían acompañado durante toda la velada, pero no vio ninguna. Un gran gato negro estaba sentado sobre sus patas traseras en el centro de aquel tablero y le miraba fijamente.
Sentado, indefenso y aturdido, sintió con más fuerza el peso de cuerpo y el zumbido de la montaña y pensó que igual era mejor no esforzarse por entender nada. Descalzo, las manos caídas y los ojos cerrados, con la tranquilidad de quien nada espera ya del paso de las horas, dejó que la noche acabara.
Nada más pasó. El sol barrió con sus rayos de luz aquel lugar, pero Pessoa ya no estaba. Una botella de vino por abrir esperaba sobre la mesa.