UN EXTRAÑO EN MARS
by Carlota Washington
Estaba guapísimo con ese jersey a rayas negras y blancas de cuello barca. Derretía hasta el asfalto a su paso, y eso que era noviembre y hacía un frío de narices. Estaba de lo más apetecible y arrebatador. Lo peor es que yo había dormido con él toda la noche, en la misma cama, sin tan siquiera haber sido capaz de saborear, aprovechar o asaltar un mínimo de aquel pedazo de carne con el que había pasado todo el fin de semana.
Un fin de semana, todo hay que decirlo, que llevaba atemorizándome desde hacía ya demasiados días. Me angustiaba la sola idea de coger el tren para recorrerme medio país y esa misma idea me había hecho pasar una semana horrorosamente terrible. No conseguía dormir por las noches, mi caja torácica parecía demasiado pequeña, excesivamente rígida para el ritmo que mi corazón había decidido tomar por sí solo desde que vi en el calendario que sólo quedaban cuatro días para el viaje. Para soportar mejor las tardes organicé, tres días antes, tres cenas con amigos con la excusa de no estar sola en casa y pensar en qué iba a poder hacer, decir o no en Mars. Hasta llamé a mi psicóloga agitadísima preguntándole a ella por qué motivo tenía que viajar en dos días.
La sensación de pasar un fin de semana en Mars se hacía cada vez más compleja, pesada y embrollosa, como una madeja de lana en la que no paraban de aparecer nudos y más nudos por todas partes, a medida que los días pasaban y se acercaba la susodicha fecha. En el interior de mi cabeza planeaba incesantemente la incógnita de cómo habíamos podido, o más bien, de cómo había yo sido capaz de organizar tal encuentro. ¿Cómo había llegado yo a aquella situación? ¿quién había sido realmente el artífice de ese viaje?
Lo entendí mucho mejor cuando llegué a su casa. Ajos, muchos ajos, jamón del bueno, pan del que alimenta y una no desdeñable colección de aceites de oliva. No había visto algo tan parecido al paraíso en años. Para colmo, aquella persona con la que iba a pasar tres días en Mars me pareció pura mantequilla. Su presencia, sus maneras, su modo de ser, de andar, de mirar, de hablar, su discurso, su modo de vida me transportaban a un espacio-tiempo lejano, ignoto, a una dimensión a años luz de lo que había estado viviendo últimamente a medio y corto plazo.
Creo que eso fue lo que más me perturbó, no saber dónde estaba y en qué momento, no entender lo que estaba pasando, sentirme como perdida y arropada al mismo tiempo. Todo me parecía confuso, incongruente, absurdo, incompatible. Todo en él me reconfortaba y confundía al mismo tiempo. No podía dejar de admirarle y asustarme a la vez.
Dios santo, ¿qué narices me estaba pasando?
Si conseguía poner el último año de mi vida todo junto desfallecía, mis piernas me abandonaban y sentía que mis muslos desfallecían, me abandonaban. Parecía perder las fuerzas para tenerme en pie. Buff, que alguien pare el centrifugado en el que estoy metida, constante y a 1000 revoluciones. Por momentos sentía como si alguien agitase mi interior para multiplicar las emociones, cual espuma de cerveza mal servida ascendiendo sin cuidado por el vaso. Espuma que monta, trepa exponencialmente con descaro al tiempo que mis pulsaciones se disparan.
¿Cómo había llegado a pasearme por Mars con alguien que, además de cocinar pulpo de manera exquisita, se vestía con un jersey a rayas negras y blancas que conseguía volverme loca como hacía tiempo que nada ni nadie lo hacía? Si me paraba a pensarlo, y era algo que acaba haciendo con demasiada frecuencia, me entraba vértigo.
Andamos y visitamos todo aquel planeta sin descanso y cuando llegó la noche yo dormí en su cama, sola. Él dijo que iba a dormir en el sofá y yo no insistí mucho. La sola idea de tenerlo a mi lado en su cama me asustaba. Me daba pánico tenerlo frente a mí, tan cerca. Me dormí rápido y dormí profundo, como para no despertarme y tener que enfrentarme a una posible discusión de última hora, a un cambio repentino en el reparto de camas que acabábamos de concertar sin mucha reflexión y un poco por eliminación.
Él durmió fatal. Lo dijo cuando le pregunté al día siguiente, pero era evidente que no había podido dormir bien en aquel sofá excesivamente pequeño, estrecho y un tanto cochambroso.
El paseo de ese día fue todavía más intenso: cráteres, montañas, laderas, lagos dulces y salados, peces raros y edificios con muchas escaleras. Al final del día insistí para que durmiese en la cama, en su cama. Conmigo, sí, pero en el otro lado, en el opuesto, a una distancia lo suficientemente prudente para no tener que sentirme abrumada. No dudó mucho y en breve lo tuve bajo la sábana. Estuvimos hablando durante horas incontables antes de apagar definitivamente la luz y dormirnos… bueno, al menos yo sí que dormí.
La mañana siguiente empezó de nuevo con palabras. Las frases, los discursos, las respuestas a preguntas que llegaban silenciosas por el aire se metieron en aquella habitación durante un tiempo bárbaro, obsceno incluso para un domingo por la mañana. Aquel episodio me pareció delicioso, imposible, excesivamente apacible, suave, lleno de luz, como una inmensa primavera que alguien había dejado caer en aquella habitación de manera silenciosa y sin permiso.
Todavía nos quedaba mañana. Era increíble lo que cundían las horas en ese planeta remoto. Tras agotar todas las palabras del mundo excepto algunas pocas, quizás las más importantes, me vi andando por las calles con él y su jersey de rayas. Ahora que lo pienso, sí, quizás fue eso, su jersey de rayas, lo que provocó el desenlace final. Cuando me di cuenta corríamos por las calles de aquel planeta con rumbo incierto buscando algo que, al menos yo, me hubiese dado igual encontrar.